“El
Cuchillo", por Ezequiel Martínez Estrada
El
cuchillo va escondido porque no forma parte del atavío y sí del cuerpo mismo;
participa del hombre más que de su indumentaria y hasta de su carácter más
bien que de su posición social. Su estudio corresponde mejor que a la heráldica
y a la historia del vestido, a la cultura del pueblo que lo usa: es el objeto
más precioso para fijar el área de una técnica.
Es un
adorno íntimo, que va entre las carnes y la ropa interior; algo que pertenece
al fuero privado, al secreto de la persona, y que sólo se exhibe en los
momentos supremos, como el insulto; pues es también una manera de arrancar una
parte recóndita y de arrojarla fuera. Exige el recato del falo, al que se
parece por similitudes que cien cuentos obscenos pregonan; quien muestra el
cuchillo sin necesidad es un indecoroso.
El sable
presupone el duelo; el cuchillo es para el duelo a pie. Dijo Lugones:
Con el
patriótico sable
ya
rebajado a cuchillo.
Por su
tamaño impide que nadie tercie en la lucha; está indicado que el lance tiene
intimidad y que excluye al testigo y al intercesor. Si es arma, lo es tan
temible como cualquier objeto que sólo se emplea como tal eventualmente; no
tiene la forma entera de arma cuyo destino delimita el uso exclusivo; y tampoco
porque sólo falla cuando falla el brazo, de donde la seguridad en sí mismo es
la eficiencia de esta punta de acero en que concluye el ímpetu. Ninguna da,
como el cuchillo, fe en sí después de la victoria; el vencedor siente que la
victoria es más del mango que de la hoja. Todo el mango cabe en la mano cerrada
que lo oprime hasta el mismo nacimiento del filo; tiene la forma justa para ser
asido, y aun cuando ello es peculiar de las armas que se empuñan, ninguna otra
es tan para la mano sola; mandíbula cerrada con fuerza es la mano abarca
el cabo, y así acentúa la intención en el colmo de la fuerza concentrada. La
mano lo percibe en la esgrima como a la misma voluntad en punta, pues no exige
que se piense en él, ni en lo que se conoce de él a título de técnica.
El tajo
certero puede gloriar toda la existencia de quien lo aplica; siempre recordó
Necochea la vez que, atravesando una tropa enemiga, a caballo y en pelo,
cercenó hasta la columna vertebral, que era la proeza en el arte del
degüello, a un godo que se le enfrentó. Rosas lo consideró instrumento de
proselitismo e hizo un rito de su uso; prohibió llevarlo en domingo; y Darwin
cuenta cómo Rosas se hizo castigar cierta vez que, por descuido infringió sus
propias órdenes. Rivadavia prohibió terminantemente que se lo usara, con lo que
también por ese lado atacó un aspecto de la religión. Decretaba la supresión de
una orden.
La vaina
arrebata el cuchillo al mundo; el cuchillo envainado está sustraído al mundo de
la muerte. Es un utensilio en reposo, aunque nunca permite el ocio completo;
tiene del sueño enigmático del felino. Debajo de la almohada es el perro fiel,
y en la cintura el ojo occipital de la sospecha, de esa mitad del hombre que
está a su espalda. Es más que el dinero en el bolsillo y que la mujer en la
casa: es el alimento en cualquier lugar, el reparo del sol y de la
lluvia; la tranquilidad en el sueño; la fidelidad en el amor; la confianza
en los malos caminos; la seguridad en sí mismo; lo que sigue estando con uno
cuando todo puede ponerse en contra; lo que basta para probar la justicia de la
fama y la legitimidad de lo que se posee.
Da
autoridad porque en manos del obrero es competencia sin dejar de ser
instrumento de justicia y libertad. Con él puede el individuo, según la frase
de Alberdi, "llevar el gobierno consigo". No en vano el nombre del
cuchillo significa también derecho de gobernar y de juzgar.
Por él se
percibe a través del brazo u el corte anatómico, el estertor de la víctima; y
por la sangre que moja la mano, la agonía caliente, el derrame de la vida y la
afirmación de la existencia personal. Es el arma corta que dificulta la ayuda;
el yo mineralizado y objetivo librado a su suerte, a su sino, sin azar; el arma
individual, el arma del hombre solitario.
Sirve,
naturalmente, para subrayar la razón, para hablar con sinceridad, y en las
manos infantiles del niño y de la mujer, es dócil a la tarea doméstica. Corta
el pan y monda la fruta, pero es peligroso llegar al secreto de su manejo y al
dominio de su técnica completa. El conocimiento de su "arte cisoria"
es fatal, como el de hacer un buen verso; se llega por ahí hasta donde no se
quisiera. Sirve para matar, y particularmente para matar al hombre, del que
exige determinada proximidad de cuerpo a cuerpo, eliminando cualquier ventaja,
cualquier impunidad por alejamiento. Es la síntesis de todas las herramientas
que el hombre manejó desde sus orígenes. Ameghino encontró cinco clases de
cuchillos diminutos, de piedra, en nuestra pampa.
Es la
única arma que sirve para ganarse el pan con humildad y la que en el rastro de
sangre adherida denuncia el crimen. Es en ocasiones más rápida que el insulto y
muy difícil de medir o graduar en la agresión, porque cuando el alma puede
retractarse, la mano ya cumplió el primer impulso, inconsciente; por lo cual
diríamos que resulta más veloz que el pensamiento y más próxima a la voluntad
que el pensamiento mismo. Entra hasta el puño; el índice y el pulgar tocan el
cuerpo. Ese contacto que bastaría para perdonar, indica lo consumado sin
remedio.
Tiene, el
cuchillo, el tamaño de la parte de la hoja que queda adherida al pomo, a
disposición del duelista, cuando salta la espada rota: el trozo fiel del arma
es eso que sigue firme, el pedazo seguro. Al quebrarse, pierde lo que
pertenecía al azar, a la fábrica, al obrero que la hizo; lo que salta,
roto, pertenece al metal y es el exceso. El cuchillo tiene un tamaño sin
exceso, nada de azar ni de extraño, que es lo que se le ha suprimido
justamente.
El sable,
el florete, manejados con rapidez, ofrecen al puño la resistencia de su
longitud; hay una fuerza inerte según la velocidad y la trayectoria de la
punta, que exige a la muñeca que los someta al juego y los haga ceder a la
intención, mientras que en el cuchillo la fuerza va de la mano al extremo, sin
que la hoja presente oposición sensible al impulso. La espada
tiene su escuela y su estilo; el cuchillo es intuición, autodidáctica. El
maestro no puede enseñar nada al discípulo; todo se aprende con el ejercicio,
visteando, si se posee el indispensable don innato y el coraje. Es tanto el
arte de la mano como del ojo. El lance a cuchillo como exhibición carece de
sentido (no es un espectáculo: es una intimidad), mientras que en el juego de
la espada y del florete, la exhibición es el verdadero fin. El cuchillo no
admite el simulacro; y rara vez el juego como simple demostración festiva. La
única suerte de exhibición del cuchillo, la clavada, repugna a la índole de
esta arma, en cuanto debe soltarse de la mano, arrojarse y dirigirse con
puntería; todo lo cual es extraño a su finalidad y naturaleza. Inclusive la
puntería, que exige el punto fijo, la frialdad en el pulso y hasta el
raciocinio; siendo que la agresión es dirigida, en la pelea, a un punto cualquiera
del cuerpo, según lo ofrezca vulnerable el adversario. Y aun en ello no hay
nada del pulso, de la fría intención, sino del golpe de vista, de lo
espontáneo, de lo intuitivo, de lo que brota con la instantaneidad inconsciente
de ese movimiento opuesto e indescriptible, que en el animal perseguido se
llama gambeta y que también existe en su puro valor de defensa en el hombre
agredido.
Hasta la
punta misma del cuchillo actual llegaba en la espada lo inherente al dueño, lo
que formaba unidad leal con el brazo. Al acortarse hasta ahí dejó al
hombre librado a su fuerza, a su arte y a su destino. Esa parte es, además, la
seria, la inclemente; la finta estaba en lo que ha perdido de longitud. No
queda ya apelación a lo imprevisto ni a la teoría.
Así
pequeño puede llevarse entre las ropas y entonces adquiere el mérito de un
amuleto junto a la carne. Como utensilio "interior" participa de lo
mágico. Su fidelidad se siente paso a paso en la marcha pedestre y es la
compañía de la pierna. Se lo puede llevar en la cintura, que es la altura del
cuerpo en que los brazos descansan con naturalidad. Al costado va el ancho y
corto de desollar. El que se lleva a la espalda, señalándose bajo la ropa,
agazapado, es el peligroso; cuchillo del domingo, el prohibido. Del cabo puede
colgarse el rebenque, porque el cabo es todavía la mano.
Es raro
el suicidio con él; es un arma del hombre para afuera, de la empuñadura hacia
la punta; no se vuelve contra el amo, como el perro, que es lo que se le parece
más. Puesto que toma sentido supersticioso en lo que tiene de amuleto, es
propicio por excelencia. La hoja desnuda es la advertencia del peligro; declara
la anchura de la herida y su profundidad; es en el aire como la medida metálica
del agujero en la carne; hay entre el acero y la carne una misteriosa
correspondencia, que es cortar, y hasta entrando en la vaina previene que puede
herir. La sangre deja limpio el acero, pero se acumula y oscurece en el lugar
en que la hoja se une al cabo (donde lo que participa del mundo se une a lo que
pertenece a la mano); o se la embebe el mango, si es de cuero o de pata de
ciervo.
Ezequiel
Martínez Estrada
Radiografía
de La Pampa 1933.
Ezequiel Martínez Estrada fue un
escritor, poeta, ensayista, crítico literario y biógrafo argentino. Recibió dos
veces el Premio Nacional de Literatura, en 1933 por su obra poética y en 1937
por el ensayo "Radiografía de la Pampa".
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